El sabor no solo se localiza en la boca, se percibe con el cerebro, un centro de recepción multisensorial que nos alerta del rechazo o aceptación de los alimentos.
Cuando tomamos un sorbo de café, su sabor impacta en primer lugar en las papilas gustativas de la lengua, del paladar o del esófago y produce una reacción que viaja de forma inmediata a través de las neuronas de los nervios faciales hasta llegar al cerebro que lo percibe como algo aceptable o rechazable en el caso de que nos repugnara.
Nuestro sentido del gusto hace además que se activen otras áreas cerebrales que nos permiten recordar ese sabor del café, porque lo hemos probado antes, e incluso podemos reconocer diferentes matices en el mismo sabor y comparar con otros que hemos guardado en nuestra memoria.
Y el cerebro nos capacita para ir más allá; ante una humeante taza de café podemos anticipar e imaginar cómo sabrá e incluso tener la sensación de estar ya paladeándola.
Todo un mecanismo cerebral que se pone en marcha con varias acciones a la vez: “La primera vez que probamos algo, ese sabor impacta en las papilas gustativas, se envía al cerebro y llega a los centros de recepción sensorial que se encuentran en la zona postcentral del lóbulo parietal”, explica el neurólogo Carlos Tejero, vocal de la Sociedad Española de Neurología (SEN).
Pero parte de esa información también se va a distribuir en las áreas del cerebro que seleccionarán si nos resulta un sabor agradable o no, algo de lo que se encarga la amígdala cerebral, que se encuentra en el lóbulo temporal. También en este lóbulo se encuentra el sistema límbico, que alberga la memoria capaz de hacernos recordar si ya hemos probado antes ese sabor.
“Hay personas que cuando toman chocolate les puede producir una reacción tan compleja que llega incluso a desestresarles. Y esto ocurre porque se activan áreas como el centro de la recompensa del cerebro y les produce una sensación de satisfacción “como de premio”, indica el especialista.
Controlar la percepción
La percepción se puede manipular. Ante una comida, podemos tomar los alimentos sin apenar reparar en lo que comemos, de forma mecánica, porque nuestra atención está puesta en otra cosa, en la conversación de negocios que estamos teniendo durante ese almuerzo, por ejemplo.
Cosa bien distinta es cuando vamos ya predispuestos a disfrutar del menú que nos ofrecen y estamos preparados para retener los sabores en nuestra memoria. “Y cuando le contamos a alguien lo que hemos sentido con esos sabores a veces ni siquiera encontramos una palabra para describirlos y tenemos que buscar una comparación”.
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“Por eso muchas veces un sabor nos puede despertar una sensación musical o asimilarlo a un color, es lo que se llama sinestesia”, apunta el neurólogo.
En consulta, se puede conocer “la vía gustativa de una persona haciendo que saboree determinados alimentos mientras le estamos haciendo una resonancia, aislado de cualquier otro estimulo externo que no sea el sabor, para ver qué partes del cerebro son las que se activan. Y nos encontramos con que nunca hay una única área, sino que la información se activa por las distinta áreas de interés del cerebro”, explica Carlos Tejero.
Cuando existen lesiones que afectan a algunos de los circuitos y se pierde o disminuye el sentido del gusto, se produce un trastorno denominado ageusia que puede estar provocado por diferentes causas como la alteración de los receptores de la lengua, de los nervios que transmite la información al cerebro o del propio cerebro.
“En algunas parálisis faciales podemos estudiar hasta qué nivel se ha alterado el nervio poniendo un poco de sal en la punta de la lengua”, señala el neurólogo.
El sentido del gusto se puede potenciar
Hay personas más sensibles que otras a los sabores, tanto a los agradables como a los menos apetecibles. Lo que está claro es que, al margen de cómo cada uno tenga el nivel de desarrollado del sentido del gusto, éste se puede entrenar. “Es posible modular la capacidad para distinguir los sabores, por ejemplo, un curso de cata de vinos”.
“Pero lo que es una incógnita es por qué unas personas encuentran unos sabores muy placenteros y otras, los mismos, le parecen todo lo contrario”, apunta el neurólogo.
Es cierto que desde la niñez se produce una evolución de los sabores. El sabor del café no lo podría soportar un niño y un adulto lo incorpora de manera natural a su dieta, “se trata de una modulación cerebral”.
Pero es cierto que un niño siempre aceptará mejor un sabor dulce o salado que uno amargo o ácido, pero también le condiciona la información externa que recibe. Si su hermano mayor no quiere el pimiento porque dice que no le gusta, seguramente él dirá lo mismo sin haberlo siquiera probado.
Hay personas que sufren “hipersensibilidad” a algunos sabores que terminan por rechazar, no los toleran por alguna circunstancia traumática en la que no encontramos explicación biológica, sino psicológica, señala Carlos Tejero.
Psicología y biología de la mano para entender el complejo mundo de los sentidos.