- julio 22, 2013
Por Gabriela Casco Bachem, psicóloga
En la amistad, así como en toda relación sentimental, el fenómeno de la ambivalencia afectiva (relaciones de amor-odio) es común, pero cuando esto se convierte en algo normal, la patología está entronada.
Todos tenemos algún amigo/a con quien nos peleamos más a menudo, discutimos por celos, envidia o comparaciones. Pero pese a todo eso, no dejamos de cultivar una amistad. Esto no significa que lo odiemos permanentemente, porque también lo apreciamos y necesitamos. Pero cuando la contradicción emocional es una constante, las personas que se relacionan de forma enfermiza con los demás, quieren y odian simultáneamente.
Claro que así como el amor, el odio es una forma de relacionarse. A estos amigos, por ejemplo, siempre los tenemos que adular para hacerles sentir bien, porque se enojan por cualquier motivo: si les llamamos o no; si fuimos a algún lugar sin avisarles; si empezamos alguna actividad sin consultarles; si no les comentamos que estamos mal con la pareja o familia; si nos compramos algo… en fin, ellos necesitan de toda la información de nuestras vidas para poder sentirse reconocidos y también quieren tener un poder sobre lo que saben de nosotros. Incluso siempre tienen alguna crítica (destructiva) con las que hacernos vacilar en nuestras decisiones o momentos de felicidad.
Los amigos de este tipo nos generan “amistades enfermizas”, que son como una especie de “mala junta” como dicen hoy los adolescentes y nada tiene que ver con la edad. Todos tenemos alguna que otra amistad que nos produce malestar o con la cual nos identificamos a tal punto de perder la noción de nuestro nombre, ya sea por miedo a perder el afecto o la tregua que tenemos con ellos.
Identificar malas influencias
Para reconocer a las personas que pueden llegar a ser una mala influencia en nuestra vida, tenemos que tener en cuenta ciertas características que las evidencian. Por ejemplo; suelen tener argumentos convincentes para lo que hacen o dicen; así su discurso puede ser encantador y elocuente.
Por lo general, les cuesta ver felices a los demás. Sienten que eso es injusto y consideran que el éxito ajeno es producto de malversaciones, corrupción o engaños, contaminando la opinión de los demás. Sin embargo, estas personas tienen pocos logros, probablemente sus familias pueden estar en conflicto permanente, duran poco en sus trabajos y saben dar la excusa perfecta para justificar sus fracasos. Siempre nos hacen sentir culpables por nuestros logros, o subestiman toda actividad en la que hayamos sobresalido.
Si ya hemos identificado a la amistad que tiende a encajar con estas cualidades, sería interesante tener en cuenta que compartir o mantener cerca a personas con estas características nos vuelve vulnerables y nos incita a tener esa “onda” de crítica expansiva.
Aunque tengamos plena conciencia de eso y hayamos aceptado a esas personas con esos “defectos” y consideremos que nuestra identidad está anclada en un tipo de pensamiento o fundamento inalterable, inevitablemente el ambiente genera ciertas influencias.
Los daños visibles se pueden dar en varios contextos de la vida. Reconocer que una persona es mala influencia es necesario para alejarnos de su pulsión destructora disfrazada de lealtad. Por ejemplo, por nombrar cotidianeidades, una persona que nos induce a comer y beber en exceso o que nos incita al uso de drogas, alcohol, o nos distrae para que dejemos de hacer ejercicio, descansar, estudiar, trabajar o cultivar el espíritu, es una toxina para la identidad.
Además de la salud o el estilo de vida, existen personas que tienden a destruir todas las relaciones valiosas y significativas de los otros para ser el centro de atención. Esto se da cuando constantemente nos hablan mal de otros amigos o familiares o son paranoicos. Cuando nos instan a maltratar a la pareja con indiferencia o agresividad. Cuando nos manipulan para que rompamos ciertas relaciones, ya sean de amistad o laborales, destruyendo nuestro rendimiento (por ejemplo, cuando un grupo de amigos promueven el ocio, la irresponsabilidad, la haraganería o la pérdida de tiempo).
El peso de la familia
Si observamos a un adolescente inaugurando una amistad que lo seduce e impresiona, en poco tiempo veremos que su forma de hablar, vestir, caminar y hasta gesticular se mimetiza con la persona a quien idolatra. Ese efecto alienante surge por la adaptabilidad del organismo, el cual se ajusta al entorno, para evitar discordancias y sufrimientos, para sentirse aceptado y reconocido, no importa si rompe con sus códigos de valores o principios.
Esta misma alienación se puede dar a cualquier edad y la familia tiene mucho que ver en el asunto. Si hemos convivido con una madre a quien justificar todos sus fracasos para que no se sienta mal o debíamos coincidir con sus críticas hacia los demás para que ella siempre sea “la mejor”, lo más probable es que adoptemos una amistad a la cual hacerle sentir de la misma manera.
Este aspecto inconsciente determina y sirve de anclaje en las amistades problemáticas porque nos son muy “familiares”, es decir, son un lugar “cómodo” donde vincularse (a pesar del malestar evidente) porque es una costumbre de relacionamiento, aunque por supuesto, desgastante e inconsciente.
La forma en la que nos relacionamos con los hijos y con la pareja va a determinar un estilo de vínculo, ya sea patológico o normal con otras personas, quienes también traen sus bagajes familiares y vinculares.
Conocé más en la nota completa, publicada en la revista de julio, edición Nº 69.
Para más informacion y contactos, escribir a gabrielacascob@hotmail.com