- abril 19, 2013
Por Andrea Laguna
La ciudad de Asunción y sus alrededores encierra otra ciudad en sí misma, una ciudad que se traslada sobre cuatro ruedas. Aunque de vez en cuando pierde alguna por el camino.
La historia comienza ni bien asoman los primeros rayos del sol. A eso de las seis o siete de la mañana, si le toca tomar el colectivo en horas pico, estoy segura que ya maneja con destreza la técnica matemática de introducir un cuadrado en un círculo, y conseguir, en el intento, que el uniforme de la oficina no se arrugue, que su media fina no se enganche y se rompa, que su taco no pise el pie de otro pasajero, que no quede delante de algún aficionado al rose, y que tenga al alcance alguna ventana , que sobre todo en invierno es de gran ayuda. Aunque el chofer nunca cierra la puerta, por lo que los que están sentados cerca de las mismas son los menos afortunados en época invernal.
En nuestro recorrido nos vamos enterando de lo que pasa en el país gracias a la potente vos de algún locutor mañanero que suena estruendosamente en la radio; y de paso, aprendemos el significado de nuevas palabras, y algún que otro vocablo que jamás se nos habría ocurrido que existía. Mientras el chofer va gritando: “más atrás que hay lugar”.
No falta la gama de toda clase de vendedores, como los que en días de lluvia venden paraguas, en días de calor toallitas, y los que en su interminable lista de artículos nos ofrecen desde corta-uñas hasta antenas para televisor.
Cuando al fin llegamos a destino, tenemos que tocar el timbre, o en su defecto un potente silbido cuando el timbre no funciona, hacerlo una cuadra antes de nuestra parada y antes del próximo semáforo, porque si el mismo está en verde, demos por seguro que nos tocará bajarnos como tres cuadras después.
Es también importante manejar con destreza el arte del descenso, el cual debe ser rápido: ubicarse en el primer escalón antes del total detenimiento del rodado, cuando éste lentamente se detiene (porque nunca para totalmente); poner un pie en el segundo escalón, y luego, debido a la altura del mismo, debemos dar un salto hacia la vereda, charco o pozo que por lo general queda justo en el lugar preciso donde teníamos que bajarnos.
Es así como la simple rutina de trasladarse de un punto a otro de la ciudad, se convierte en una historia con peculiares matices que hacen nuestro día a día, y que a veces nos sorprende con lo inesperado, donde podemos desde comprar fruta, a tal vez, por qué no, conocer al amor de nuestra vida en aquel pasajero con el que nos encontramos habitualmente e intercambiamos cómplices miradas.
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