- diciembre 26, 2013
De niña, cuando miraba a las mujeres de más de 30 sentía que ya tenían su vida hecha, con los pies en la tierra y sin más aspiraciones que las logradas hasta ese momento. No sé si les pasara también a otras chicas de mi edad, pero una vez que llegué a la dichosa tercera década no sólo no me sentí identificada con aquella imagen sino que por el contrario reconfirmé que los sueños y esperanzas se han multiplicado a pesar de varios obstáculos que he tenido en el camino.
Quizás seguir soñando significa evadir el paso del tiempo pero lo cierto es que rejuvenece la mente y el corazón. Esto no tiene mucho que ver con castillos ni príncipes azules y tampoco con sobresalir en lo profesional ni social. Y es que a esta altura del partido, los sueños coinciden más con la plenitud que con el éxito.
No es fácil evitar la rutina porque aunque nos agobie es una rara forma de mantener un falso equilibrio. Porque no hay nada más desequilibrado que vivir en piloto automático. Con esto no digo que se anoten ahora mismo para hacer bungee jumping o que salgan de mochilera por un año – cosa que no estaría nada mal – sino más bien con ver la vida a través de otros ojos inclusive en nuestra propia rutina, y disfrutar aquello que está apagado en nosotros y valorar cosas sencillas como hacer la tarea con los niños con gusto – y no meramente por cumplir – o llamar a aquel amigo que tanto uno extraña.
Si me pongo a hablar de los innumerables sueños y deseos que tengo, tendría que escribir una enciclopedia. Pero me contento por el momento con darle a esos sueños la grata función de mantenerme motivada día a día pensando no solo en el mañana, sino en el presente. Quizás alguno de esos sueños muy pronto pueda concretarse. Por ahora mi principal alegría es que el dolor no me ha arrebatado la capacidad de soñar, sino que por el contrario ha transformado aquellas ilusiones en esperanzas verdaderas.