- octubre 10, 2013
La canadiense Alice Munro que no pudo culminar la universidad para cuidar a sus hijos, recibió el prestigioso galardón.
La combinación de una estricta educación presbiteriana con la convicción de que no podía ser sólo una ama de casa amalgamaron la vida y obra de Alice Munro, que ha logrado el máximo reconocimiento profesional con el Premio Nobel de Literatura guardando un poso de culpabilidad por su carrera.
La escritora canadiense no pudo terminar sus estudios universitarios, se casó muy joven con su primer marido y rápidamente tuvo hijos, pero se negó a acatar el dictado de un entorno social machista y provinciano y empezó a escribir cuentos cuando su prole dormía la siesta, quisieran las niñas o no.
Pero, como aseguró de ella Antonio Muñoz Molina cuando la nombró «Duquesa de Ontario», «preferir secretamente la vocación de la literatura a la de la maternidad tenía algo de impulso de perdición» y en Munro, como en muchos de sus personajes femeninos, la convicción de seguir sus impulsos va acompañada de una cierta mala conciencia, de la sensación de que llegará el castigo.
Empezó creando cuentos con la idea de ser novelista cuando sus hijos crecieran y le dejaran más tiempo libre que el de la siesta, pero finalmente se encontró más cómoda en un género que ha llevado a otra dimensión gracias a la complejidad moral de sus personajes, mujeres en su mayoría.
No porque se considere feminista, sino más bien porque ve mucho más complicado introducirse en la mente de un hombre.
Cuando en 1961, con treinta años y tras publicar algunos de sus cuentos en revistas, The Vancouver Sun le dedicó un reportaje, lo tituló «Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos» y la fotografió junto a sus dos niñas.
Décadas después reconoció que cuando escribía no pensaba en su familia sino en ella misma, buscando un espacio propio más allá del de mujer y madre, y apuntó que sus hijas quizá habrían sido más felices si les hubiese dedicado más tiempo.
La nueva premio Nobel de Literatura tiene fama de ser esquiva con la prensa y los festivales literarios, tanto como lo ha sido con ella el galardón, al que fue favorita en varias ocasiones antes de lograrlo este 2013.
A través de contadas entrevistas demuestra otras aristas de esa personalidad dual: si bien arrastra la austeridad presbiteriana que le fue inculcada en su familia, se reconoce presumida, disfruta yendo de compras aunque se avergüence de ello y lee Vogue a escondidas, aunque encuentre escandalosos los precios de las prendas y zapatos que muestra la revista.
De hecho, también Muñoz Molina la definió, cuando Munro rondaba los 80 años, como «una mujer que no es que haya sido una belleza, sino que lo es» y se sintió seducida por los retoques para eliminar arrugas, aunque lo desechó porque pensó que su madre, a la que admiraba profundamente, lo hubiera considerado una frivolidad.
Se la conoce como «la Chéjov canadiense», apodo que no le gusta, aunque fantaseó con la idea de haber sido su esposa cuando indagó en la vida de la matemática y novelista rusa del siglo XIX Sonia Kovalevski para uno de los cuentos de «Demasiada felicidad».
Y es que Munro, nacida en el seno de una familia muy humilde de granjeros emigrados de Escocia, siempre ha tenido constancia de que la vida es muy dura y así lo ha reflejado en sus escritos.
Nacida en 1931 en Whingham, una zona rural de la provincia de Ontario, vive en otro pueblo perdido del área, Clinton, donde se permite explorar el entorno agrario con su segundo marido, el geólogo Gerald Fremlin, como forma para recabar información e ideas para sus cuentos, ya que también ve cierta frivolidad en pasear por placer por el campo o irse de vacaciones.
Quizá sea esa austera concepción de la vida la que le impidió retirarse de las letras, tal como anunció cuando publicó «La vista desde Castle Rock». Tener tiempo libre para comer con amigas y dedicarse a la jardinería y a obras de caridad le hicieron regresar a su profesión. EFE