- agosto 22, 2013
Siempre recuerdo que alguna vez me tildaron de hedonista con un tono recriminatorio, como diciendo que no tengo remedio, sugiriendo que soy incapaz de cambiar ciertas actitudes que hacen a mi carácter a veces demasiado indisciplinado y autocomplaciente.
En ese momento, mientras escuchaba la voz de la indignación dirigirse a mí, sonreí. Ser una hedonista sonaba demasiado seductor y de ninguna manera que me llamen así, hizo que intentara “reivindicarme” de alguna forma. Incluso el sonido de esa palabra al ser pronunciada sonaba atractivo.
Sin adentrarme demasiado en diferentes acepciones filosóficas, se puede decir básicamente que el hedonismo considera que a través de la obtención del placer, y de la ausencia del dolor, se alcanza la felicidad, la cual es la finalidad de la vida.
Claro, el placer a veces puede ser adictivo e intoxicante, al punto de convertirse en un agobio para quienes la medida justa es la desmedida. El placer tampoco es promesa de plenitud entre algunas corrientes religiosas extremistas, que ven el camino al cielo habilitado a base de sacrificio.
Sin embargo, hay una verdad muy sencilla que compartimos la mayoría de los seres humanos: todos queremos pasarla bien, nadie quiere sufrir. Y no es necesario ser filósofo, sociólogo, antropólogo u otro tipo de especialista para saberlo.
Si esta realidad es tan rotunda y evidente, lo que me pregunto es (y disculpen la dicotomía) por qué la diversión no es un asunto más serio. Por qué la alegría no está más presente en todas las esferas de nuestras vidas.
Por ejemplo, si me enseñaban matemáticas de una manera más entretenida quizás no me iba a ir tan mal en la materia u hoy en día con mis finanzas, o no tendría tantos problemas a la hora de calcular el vuelto cada vez que tengo algo que pagar.
Si las clases fueran más divertidas, el desafío de involucrar a toda un aula inquieta y diversa, no parecería tan complicado.
Los antiguos modelos de obediencia, la idea de que la diversión empieza en donde terminan las obligaciones crea personas reprimidas, acartonadas e incapaces de mirar su vida con un sentimiento de satisfacción.
En este sentido, existe una teoría, “La teoría de la diversión” (The fun theory), algo real que hace tiempo me viene encantando y que surge hace algunos años en el ámbito de la Publicidad, de la mano de un grande de la industria automotriz: Volkswagen.
La marca lanzó una premisa sencilla dentro de una campaña brillante: la diversión puede cambiar positivamente el comportamiento de las personas. Para demostrarlo realizaron tres acciones en la ciudad de Estocolmo:
En la 1ª, transformaron una escalera tradicional en una escalera interactiva que emulaba las teclas de un piano, con el objetivo de que la gente haga más ejercicio al no elegir las escaleras mecánicas.
En la 2ª, modificaron una papelera incluyendo un dispositivo, de manera, que al tirar cualquier objeto en su interior, se activaran altavoces que reprodujeran un sonido capaz de dar la sensación de caída al vacío a una gran distancia.
En la 3ª, construyeron un contenedor de botellas interactivo, que se iluminaba y subía puntos, al tirar las botellas dentro, para fomentar el reciclaje de vidrio.
Los resultados de la campaña, recogidos por el blog especializado Crítica Publicitaria, fueron los siguientes: Más del 66% de la gente eligió utilizar las “escaleras piano”, en lugar de las mecánicas.
En un día, se recogieron en esa papelera 72 kg de basura. 41 kg más que en la papelera normal que estaba a escasa distancia.
Durante una tarde, usaron el contenedor interactivo cerca de cien personas. En el mismo periodo, y en un contenedor cercano, lo usaron dos veces.
Si bien esta campaña es para mí un modelo fascinante, lo que realmente hizo que me sentara a analizar y valorar la búsqueda de placer en todos los ámbitos de nuestra cotidianeidad fue una película que quedó atornillada a mi mente: la chilena NO, protagonizada por Gael García Bernal.
Cabe destacar que esta es una realización que cualquier estudiante de Publicidad, Marketing, Periodismo o Sociología debería ver como una clase magistral, mucho más útil que una clase real.
La misma trata sobre el proceso que vivió Chile en 1988, cuando el país tenía la posibilidad de ir a elecciones para derrocar la dictadura de Pinochet o darle continuidad por muchos años más.
La campaña del oficialismo, que instaba al SI (el continuismo) tenía un tono oscuro, amenazante, sobre los peligros de una posible inestabilidad política, mientras que la campaña de la oposición que instaba al NO (la no continuidad de Pinochet) tenía un tono alegre y una promesa esperanzadora: “Chile, la alegría ya viene”. Era el tiempo de “ganar la libertad”.
“… Porque quiero que florezca mi manera de pensar. Porque sin la dictadura la alegría va a llegar. Porque pienso en el futuro voy a decir que NO” se escuchaba, sin cifras estadísticas complejas, sin imágenes de sangre, sin agravios, sin mostrar tragedias. La simple proyección de un sueño, la posibilidad de felicidad fueron suficientes y, contra todo pronóstico el dictador fue derrocado.
Conscientes del poder del disfrute no entiendo cómo en el ámbito corporativo siguen existiendo modelos de jefatura basadas en la represión y en las jerarquías verticalistas, cómo es posible que no exista la inversión en recursos humanos felices para generar no sólo fidelidad sino que mejores resultados en general. Después de todo, la materia prima de toda compañía son las propias personas.
Teniendo en cuenta que todos los seres humanos estamos en la búsqueda constante de placer y felicidad, no comprendo cómo siguen existiendo organizaciones no gubernamentales que pretenden llegar a un público joven, como los estudiantes de secundaria, con charlas con un expositor distante que recita estadísticas frías e historias de personas lejanas.
No comprendo a instituciones educativas que pretenden educar sin apasionar o cómo hay personas que tienen al dinero como un objetivo principal y no como una consecuencia del esfuerzo y la creatividad puestas en algo que aman hacer, eso, por supuesto, si es que tienen la suerte de haber encontrado su vocación.
Si la alegría y la diversión son capaces de transformar no deberían ser subestimadas. Las personas respondemos mejor a modelos capaces de tocar fibras sensibles y emocionantes. La humanización de la comunicación y del mensaje son vitales para el crecimiento en torno a la satisfacción y a la proyección onírica de lo que queremos ser, como personas o como sociedad. Soñar no debería ser sólo imaginar, debería ser también hacer, como en la infancia, cuando jugar era cosa seria.
Tenemos que volver a divertirnos un poco más.