- agosto 1, 2013
Las personas que sienten pasión por el fútbol adoran las estadísticas, los números que evidencian irrefutablemente la gloria. Adoran también el pasado, la nostalgia que evoca recordar la infancia y cómo iba gestándose ese amor y esa obsesión.
Los apasionados de verdad van a la cancha, ven por televisión todos los partidos o escuchan con desesperación la transmisión radial. Su apoyo es incondicional, en el éxito o el fracaso.
En mi caso, esa pasión siento por la música. No creo que exista en el mundo expresión artística más poderosa y hermosa que la música. Yo no puedo vivir sin ella, no puedo respirar sin ella, no puedo trabajar sin ella, no dejo de conmoverme con ella.
No hay talento que admire y envidie más en el mundo que el de un artista, capaz de componer, cantar o ejecutar un instrumento para hacer vibrar a una audiencia y comandarla, tenerla a sus pies.
Es por eso que, para mí, pocas cosas en la vida son más hermosas que un concierto, donde no hay equipos adversarios, ni competencia. Sólo hay miles de personas entregadas a un artista que a través de canciones toca una fibra sensible y los reúne en un momento en el que las divisiones no existen. Todo es amor por la música.
En mi infancia esta pasión aumentaba cada vez que iba a la casa de mi abuela, entraba a la sala y sacaba uno a uno los discos de vinilo de un aparador de madera, que estaba cerca del sofá de terciopelo bordó.
Intentar ponerlos en el tocadiscos con precisión era una aventura que hasta ahora me parece emocionante. Tocar los discos, sentir su relieve, leer los créditos y verlos girar es una experiencia bellísima.
Estando en el colegio, una persona contribuyó a solidificar mi fascinación por la música: el gran maestro y arpista César Cataldo.
Como parte del coro del Cristo Rey, el cual integré hasta incluso después de graduarme, este hombre dulce y apasionado supo contagiarme la admiración por un riff de guitarra y un arpegio, por las voces de apoyo y los arreglos musicales, sutilezas que aprendí a valorar, detalles que aportaban magia.
Mi amor se intensificaba también los domingos, cuando mi papá dividía su tiempo de ocio entre el fútbol y sus cassettes.
Antes o después de cada partido de Cerro, se sentaba a grabar sus temas favoritos. Después yo me adueñaba de estos compilados y mi mente empezaba a viajar a un mundo con el que nunca dejé de soñar. Por eso quizás mi primer walkman fue un regalo tan importante, podía llevar conmigo lo que tanto me gustaba escuchar.
Recuerdo como me enamoraba con la manera de cantar seductora y masculina de Elvis Presley, y como los primeros temas de los Beatles me ponían a saltar, rebosante de alegría. Recuerdo la voz de Mick Jagger que sonaba desafiante y peligrosa, estimulación que se calmaba con el piano de Elton John, ese ‘Rocket Man’ de los anteojos simpáticos.
Difícil es olvidar la especie de angustia y emoción que sentía con la banda sonora de Tango Feroz, al punto de aprender a tocar en la guitarra El Oso, canción encantadoramente triste, que siempre me hacía llorar. Agridulce era la historia del protagonista que se reencuentra con su libertad luego de muchos años y se siente “contento de verdad”.
Pero si de películas y bandas sonoras se trata, la primera que provocó en mí una compulsión fue ‘Grease’. Era demasiado perfecto tener cine y música, todo en una gran producción que encima venía con una historia de amor. Por supuesto caí perdidamente enamorada del personaje de John Travolta.
Apenas terminó la película, retrocedí el VHS hasta la escena de Greased Lightning para verla una y otra vez, sin parar.
Danny Zuko era perfecto y gozaba de gran predicamento femenino porque claro, tenía esa dualidad irresistible de dulzura y rebeldía como miembro de la pandilla los T-Birds. Tenía además los ojos azules más hermosos que había visto, ojos que contrastaban con su atuendo completamente negro, como el de un punk de los 70.
Rodeado de otros personajes cantaba y bailaba en un taller mecánico devenido en escenario, donde imaginaba el auto perfecto con el que las chicas se derretirían. De verdad que funcionó, porque yo estaba rendida y sigo hasta hoy.
Que me hablen de música era mejor para mí a que me leyeran cuentos. De distintas personas, a lo largo de mi infancia, escuché leyendas y anécdotas que me marcaron. Había historias desgarradoras, como el asesinato de John Lennon a manos de un fan obsesionado, o la muerte de Jim Morrison, que por primera vez hizo que escuche sobre qué eran las drogas y qué significaba una “sobredosis”.
También a través de la música conocí el concepto de homosexual y pude percatarme de que en aquel tiempo este calificativo era un estigma que no soltaba, un calificativo que a veces, para algunos, restaba.
Cada vez que alguien hablaba de la genialidad de Freddy Mercury, ese hombre excéntrico al frente de una de las bandas más originales del mundo, indefectiblemente hacía referencia a su sexualidad. Era como si fuese absolutamente necesario resaltar que si bien fue una estrella, lastimosamente fue una estrella gay. Ya en ese entonces me preguntaba cuál era el problema.
En estos tiempos yo era una nena penosamente tímida, la música se constituyó en el escape más efectivo para convertirme un rato en alguien más. Así, yo quería ser la chica rebelde que era Debbie Harry, al frente de Blondie y confesarle mi amor al rock and roll, en camperas de cuero, como Joan Jett.
Cuando el paso del tiempo trae la televisión por cable y a mi casa llega la era de MTV mi pasión acaba de consolidarse y para mí el canal se convierte en referente ineludible de lo que para este entonces ya entendía como cultura pop.
No había personas más cool que los VJ que cubrían conciertos, debatían sobre producciones musicales, anunciaban documentales sobre grandes bandas y solistas, realizaban entrevistas a personas que antes parecían mucho más inalcanzables y presentaban los videoclips de artistas que hacían de su música una película de pocos minutos. Era hermoso.
Acá, en la era del video, miraba con fascinación a Michael Jackson realizar movimientos imposibles, inclinándose sin despegarse del piso y sin caer, como si la gravedad no fuera ley para él. Veía a Sinead O Connor rompiendo todo estereotipo, calva y bella, soltando una lágrima en primer plano en ‘Nothing Compares to you’.
Veía a Michael Stipe perdiendo su religión, bailando como si estuviera poseído por la música y luego convirtiéndose en lo que para mí era lo más cercano a un ángel, cuando aprovecha el tránsito estancado para cantar la melancólica ‘Everybody Hurts’.
Veía a Madonna irritar a cristianos mientras bailaba entre crucifijos ardiendo en ‘Like a Prayer’, podía verla rindiendo homenaje a Hollywood en la estilizada ‘Vogue’, desdibujando los límites de género en ‘Justify my love’ y liberándose de las cadenas en una perfectamente coreografiada ‘Human Nature’.
Como nunca tenía cerca a la mujer que tan poderosamente influyó mi vida y horas y horas de pura música, sobre todo cuando más tarde aparecieron también en la grilla del proveedor de cable otros canales como MuchMusic, Music 21 y, sobre todo, VH1.
Claro que los tiempos cambiaron. Hoy, MTV ya no tiene la misma relevancia cultural ni la calidad de contenido de años atrás (igual sigue siendo un sueño trabajar para la cadena).
Para hacer un compilado de temas ya no dependo de mis cassettes y para ver los videoclips, conciertos o documentales que quiero no debo depender de una programación, todo está en la web y “al alcance de la mano” como les encanta decir a los publicitarios.
No lo niego. Es divertido tener tanto acceso a tan enorme variedad musical. Sin embargo, las ventajas de la inmediatez de internet y el mundo online para mí le restaron un poco de belleza a la experiencia real y más humana de pasar horas en la disquería, de comprar un libro biográfico para conocer la historia detrás de la música, de tratar de encontrar un concierto, como se intenta conquistar a quien no es fácil de enamorar.
De ninguna manera es esto una opinión en contra de la tecnología ni una pretensión de decir que todo pasado fue mejor, es simplemente un homenaje a una pasión y un recorrido por mis recuerdos, expresados a través de unos pocos artistas que para bien o para mi mal, a través del arte y mi imaginación me hicieron quien soy.
Gracias música por tanto… ¡Que siga la función!