- mayo 4, 2014
Retratarse sosteniendo un enorme lazo de cartón sobre la cabeza se ha convertido en la forma idónea de celebrar el 40 aniversario de Hello Kitty en el barrio tokiota de Shibuya, meca de la moda juvenil nipona que estos días festeja su particular idilio con el personaje.
Parejas de novios, grupos de amigas, familias con niños… El caso es sacarse la instantánea en el estand habilitado en un popular centro comercial de la zona y luego verla publicada en una cuenta de Twitter (kitty40_HUG) dedicada al cumpleaños del icónico felino.
Esta es una de las iniciativas que Sanrio, la compañía que concibió y posee los derechos de Hello Kitty, ha programado para el aniversario y que se enmarca en una campaña global que consiste en dar abrazos a la gatita (en realidad, a alguien disfrazado de ella) para felicitarla por su 40 cumpleaños.
En abril, la cifra superó en todo el mundo los 200.000 «abrazos», y más del 98 por cien de los mismos se los dieron en Japón.
Dentro del país asiático, el minino con lazo y sin boca ha logrado ser algo más que una figura reconocible: es una efigie que ha logrado conquistar a tres generaciones de mujeres y que va ya a por la cuarta, todo un logro en el marco de la sociedad de consumo.
El particular culto se originó en 1974 con algo tan sencillo como un monedero de vinilo transparente.
Ahí apareció por primera vez la creación de la diseñadora Yuko Shimizu, que dibujó con un trazo casi elemental a la gatita blanca sentada de perfil entre una pecera y una botella de leche.
Hacía no mucho que Sanrio, originalmente una empresa de sandalias de seda, había descubierto el impulso que daba a las ventas el añadir dibujos de tono edulcorado a sus productos, y Shimizu fue uno de los muchos ilustradores que la compañía contrató para crear los bocetos que se estampaban en tarjetas, monederos y estuches.
Desde sociólogos a expertos en mercadotecnia se han preguntado cómo un dibujo tan sencillo, que además no ha cambiado en sus líneas básicas en 40 años, ha podido enloquecer a tantas japonesas.
El caso es que Shimizu, que apenas dos años después dejaría su trabajo en Sanrio para continuar como diseñadora «freelance», pareció concebir casi por casualidad el epítome de la cultura «kawaii» (adjetivo nipón que puede traducirse por «mono» o «tierno»).
Ninguno de sus personajes posteriores se acercó ni remotamente a las cotas de popularidad de Kitty.
El estallido de fama llevó a Sanrio a construir un imperio millonario en torno al personaje, mediante todo tipo de ropa, accesorios, pegatinas, peluches, productos de papelería o series de dibujos animados.
Agotada la primera fiebre que se desató en los setenta, el personaje vivió la siguiente década en un plano algo más discreto, pese a que todas las japonesas que crecieron a su lado siguieran comprando productos con su cara.
Fue en la segunda mitad de los noventa cuando Hello Kitty resurgió en el más insospechado de los lugares: Shibuya, barrio colonizado entonces por las «kogal» y las «ganguro», dos tribus urbanas de adolescentes japonesas ultraconsumistas, respondonas y desinhibidas para el estándar tradicional.
La jugada maestra de Sanrio fue lanzar una funda para teléfono móvil del personaje en rosa, por ese entonces el tono obligado de uñas y labios para toda estudiante de secundaria o bachillerato que quisiera destacar.
Con este movimiento la empresa logró que la gatita dejara de gustar solo a niños y mujeres nostálgicas y revivió la locura por el minino, al tiempo que comenzó a consolidar su imperio diversificando sus productos hasta el infinito.
En la actualidad existen vinos, tarjetas de crédito, guitarras, juguetes sexuales, aviones y hasta hospitales de Hello Kitty.
Porque, si Sanrio puede imprimir al personaje sobre algo, entonces ese algo se puede comercializar.
El culto alcanza hoy tales cotas que hasta es capaz de inspirar productos como el último sencillo de Avril Lavigne, titulado «Hello Kitty» y alimentado por la devoción que la cantante canadiense le profesa a la gatita del lazo en la cabeza. EFE/Andrés Sánchez Braun.