Empezaron ellas y, muy discretamente al principio, siguieron ellos: se puso de moda poner piedras de hielo en las copas de vino blanco, para escándalo de los defensores de las formas: ponerle hielo al vino es, antes o después, aguarlo. Y eso no se hace. Está feo.
Los clásicos del Siglo de Oro, todos ellos amantes de lo que Georges Brassens llamó «el jugo del otoño», despotrican en muchas de sus obras contra la costumbre de los taberneros de «bautizar» el vino. Los que más, Quevedo y Lope, a quienes su enemigo Góngora llamó, respectivamente, Francisco de Quebebo y Félix Lope de Beba. Este último escribió aquello de «si bebo vino aguado / berros me nacerán en el costado».
El hielo es agua, y acaba derritiéndose y aguando, en efecto, el vino; aquí el deseable objetivo de enfriar el vino blanco tiene una consecuencia in deseable: aguarlo. Pero los vinos blancos deben tomarse frescos, incluso muy frescos (caso del Champaña), aunque nunca helados.
Hay que enfriarlos. Hasta ahora se enfriaba la botella, en el frigorífico o en la cubitera con agua fría y unos trocitos de hielo, no en un montón de hielo. Además, se recomienda servir menos cantidad de la que se pondría en el vaso de ser un vino tinto, para evitar que se caliente; agarrar la copa por el tallo, nunca por el cáliz… Cosas que cualquier aficionado sabe.
Pero he aquí que, en el caso español, una afamada novelista uruguaya afincada en Madrid y una periodista y escritora nativa decidieron no ocultar su sistema de refrescar el vino blanco, y lo proclamaron a los cuatro vientos (hay más: pero, no sé por qué, siempre hablamos de «los cuatro vientos»).
Mucha gente, en efecto, se escandalizó. Pienso que con razón, porque el vino no debe aguarse más que en misa. Pero ya se ha dado con una manera de enfriar el vino blanco en la copa sin aguarlo. Y es una manera que devuelve el vino a sus orígenes: las uvas.
Ustedes desgranen un racimo de uvas, blancas, grandes y dulces, y congélenlas. Tal cual. Consérvenlas en el congelador y, cuando deseen enfriar su vino blanco ya servido, pongan dos o tres uvas en la copa. Enfriarán el vino, y seguirán siendo uvas incluso si les dan tiempo a descongelarse. Además, queda bonito.
Después pueden hacer como con la aceituna del dry martini, es decir, comerse las uvas, aunque en este caso no sea para asegurarnos de que en la copa no queda ni una gota de líquido.
Comerse las uvas… como estén. Verán, hace ya tiempo, la modelo española Laura Ponte me sugirió congelar uvas, pero para tomarlas así, en estado de congelación. Lo hice con cierta prudencia, pero el primer bocado me entusiasmó: era un sorbete de uva, sólido, consistente, por supuesto helado. Y en ese primer caso, dulce: eran uvas moscatel. A día de hoy las sigo congelando para procurarme un refrescante momento con ellas: son deliciosas.
Ahora se utilizan para enfriar, más bien refrescar, el vino blanco; supongo que también hay motivos estéticos: son más bonitas y persistentes que un simple cubito de hielo. Así que, por mi parte, no puedo poner ninguna pega a este nuevo uso de las uvas.
Pero, sin la menor duda, sigo prefiriendo el sistema tradicional: que el vino se sirva ya frío, un par de grados por debajo de la temperatura ideal de consumo, porque los adquirirá en un par de minutos. Las uvas congeladas, de momento, son una moda, y quién sabe lo que durará. Pero, por lo menos, es una moda perfectamente asumible y práctica. EFE