Que la cocina conventual, la cocina de los monasterios grandes o pequeños, tiene un gran interés es algo que nadie pone en duda; no hace falta remontarse a las grandes abadías medievales o renacentistas para encontrar recetarios magníficos, caso de los de los monasterios de Alcántara o de Guadalupe, en España.
Pero, normalmente, cuando pensamos en cocina conventual no lo hacemos en monjes cocineros, al estilo del entrañable «fray Papilla» de la película «Marcelino, pan y vino» (1954) protagonizado por Pablito Calvo. Pensamos, más bien, en monjas cocineras… y, sobre todo, en monjas reposteras.
De montones de conventos de monjas salen, por el torno, verdaderas golosinas, muy conocidas y apreciadas no ya por el público de la ciudad en la que se encuentre el convento, sino por otro que viene desde lejos o que aprovecha el viaje para comprar algún dulce de la clase de los celestiales.
Hoy, sin embargo, no entraremos en ningún monasterio, ni siquiera en el de Yuste (otro también extremeño, en el suroeste español) en el que el ‘jubilado’ Carlos I de España y V de Alemania dejó transcurrir sus últimos meses disfrutando de la cocina monacal, bien surtida de productos que le llegaban desde todas partes de España.
Esta vez vamos a referirnos a especialidades que llevan el nombre de dos congregaciones religiosas muy emparentadas entre sí: las formadas por los capuchinos y las capuchinas.
Ambas son derivaciones de las originales órdenes franciscana y de las clarisas. Fueron fundadas en el primer tercio del siglo XVI y continúan con su labor hoy día; yo recuerdo que, en mi infancia, en mi ciudad natal en Galicia, había una iglesia «de las capuchinas» cerca de mi casa y, al otro extremo de la población, otra «de los capuchinos».
Pero estoy seguro de que si hoy hablamos de capuchinas, la mayoría de la gente, aparte de en la hierba de ese nombre, pensará en una tarta apreciadísima por los muy golosos; y si mencionamos un capuchino, sobre todo escrito en su idioma materno, el italiano (cappuccino) surgirá la imagen de un café cubierto de abundante espuma.
Ya saben: un café al que se le añade algo de leche, ni tanta como a un café con leche ni tan poca como a un cortado, que da al café un color avellanado oscuro que recuerda el color del hábito franciscano o capuchino. La leche se incorpora casi en el punto de ebullición, lo que hace que se forme esa deliciosa y abundante espuma, a la que algunos añaden algo de nata montada y todos, por encima, un poco de cacao amargo en polvo. Rico… y de moda.
¿Y la ‘capuchina’? Pues un bizcocho sobrecargado de yema y almíbar, al que además se le cubre con crema de yema y en cuya superficie se dibuja una rejilla que se quema para dar el clásico aspecto tostado. Es receta sencilla: básicamente, partirán de un huevo entero y ocho yemas, batirán bien, pero bien, y le añadirán como 40 gramos de harina, mezclando muy bien. Se pone en un molde engrasado con mantequilla y se hornea al baño maría, a 150 grados, veinte minutos. Lo dejaremos templarse en su molde.
Mientras, con 200 gramos de azúcar, un poco de piel de limón y el agua justa para cubrirlo, haremos un almíbar. Pincharemos la superficie del bizcocho para que, al verter sobre ella el almíbar, este impregne bien todo el bizcocho. Así las cosas, se deja descansar hasta el día siguiente.
Entonces se hace la crema de yema, batiendo otras cinco yemas; con seis cucharadas de azúcar, apenas cubiertas con agua, preparamos otro almíbar que se mezcla con las yemas. Hecho esto, se va vertiendo la crema sobre el bizcocho. Se extiende, y se espolvorea azúcar glas. Se dibuja la rejilla con un cuchillo, se pasa sobre las líneas el soplete de cocina para quemar el azúcar… y a la heladera, que como mejor está es bien fría.
Y ahí tienen ustedes una pareja ideal para una merienda: una ‘capuchina’ y un cappuccino. Una delicia; mejor dicho, dos. EFE