Carta de una hija a su madre

  • Sobre dietas, el cuerpo y algo más…

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    Con el título de «Cómo transmitir el odio al cuerpo», el sitio Proyecto Kahlo publicó una conmovedora carta de la escritora  Kasey Edwards, en donde mediante una carta a la madre, nos hace reflexionar sobre cómo las mujeres transmitimos a nuestras hijas el valor de la belleza.

    Esta conmovedora carta es para repensar la dieta, para repensar cómo las palabras que decimos influyen en las personas que nos rodean. Leé:

     

     

    Querida Mamá,

    Tenía siete años cuando descubrí que eras gorda, fea y horrible. Hasta ese momento, había pensado que eras preciosa -en todos los sentidos-. Recuerdo hojear viejos álbumes de fotos y ver imágenes tuyas en la cubierta de un barco. Tu bañador blanco y sin tirantas parecía tan glamouroso como el de una estrella de cine. Cada vez que tenía la oportunidad sacaba ese bañador oculto en tu cajón de abajo e imaginaba un tiempo en el que yo sería lo suficientemente mayor para llevarlo; en el que sería como tú.

    Pero todo eso cambió cuando, una noche, estábamos arregladas para ir a una fiesta y me dijiste: “Mírate, tan delgada, guapa y encantadora. Y mírame a mí, vieja, gorda y horrible”

    Al principio no entendí lo que querías decir.

    “No estás gorda”, dije seria e inocentemente, y tú contestaste: “Sí lo estoy, cariño. Siempre he estado gorda; incluso cuando era una niña”.

    En los días que siguieron, tuve unas cuantas revelaciones dolorosas que han determinado mi vida. Aprendí que:

    1. Debes estar gorda, porque las madres no mienten.
    2. Ser gorda es ser fea y horrible.
    3. Cuando crezca seré como tú, así que seré gorda, fea y horrible también.

    Años más tarde, recordé esta conversación y las centenares que la siguieron, y te maldije por sentirte tan poco atractiva, insegura e infravalorada. Porque, como mi primer y más importante modelo de conducta, me enseñaste a pensar lo mismo sobre mí misma.

    Con cada mirada a tu reflejo en el espejo, cada nueva dieta milagrosa que iba a cambiar tu vida y cada culpable cucharada de “Oh, en realidad no debería, pero…”, aprendí que las mujeres deben estar delgadas para ser válidas y valoradas. Las chicas deben prescindir de ciertos placeres porque su mayor contribución al mundo es su belleza física.
    Como tú, he pasado toda mi vida sintiéndome gorda. ¿Cuándo se convirtió “gorda” en un sentimiento, de todos modos? Y porque creía que estaba gorda, sabía que yo no estaba bien.

    Pero ahora que soy mayor y madre, sé que culparte a ti por el odio a mi cuerpo es inútil e injusto. Ahora entiendo que tú también eres producto de un largo y rico linaje de mujeres que fueron educadas para odiarse a sí mismas.

    Mira el ejemplo que la abuela fue para ti. A pesar de ser lo que podrías describir como una mujer chic víctima del hambre, hizo dieta cada día de su vida hasta que murió a los 79 años. Solía ponerse maquillaje para salir al buzón, por miedo de que alguien pudiese ver su cara desnuda.

    Recuerdo su “compasiva” respuesta cuando anunciaste que Papá te había dejado por otra mujer. Su primer comentario fue: “No entiendo por qué habría de dejarte. Te cuidas, llevas pintalabios. Tienes sobrepeso, pero no mucho.”

    Antes de que Papá se fuera, él tampoco te alivió por el tormento de la apariencia de tu cuerpo.

    “Dios, Jan”, escuché por casualidad que te decía. “No es tan difícil. La energía que entra frente a la energía que sale. Si quieres perder peso, simplemente tienes que comer menos”.

    Esa noche en la cena observé cómo ponías en práctica el remedio para adelgazar “Energía dentro, Energía fuera: Dios, Jan, Simplemente Come Menos” de Papá. Serviste tallarines chinos para cenar (¿recuerdas cómo en los suburbios australianos de los años ochenta una mezcla de carne picada, repollo y salsa de soja se consideraba la cumbre de la alta cocina?). La comida de todo el mundo estaba en un plato grande excepto la tuya. Tú te serviste tus tallarines chinos en un diminuto plato de postre.

    Cuando te sentaste delante de esa patética cucharada de carne picada, unas lágrimas silenciosas resbalaron por tu cara. No dije nada. Ni siquiera cuando tus hombros comenzaron a agitarse de angustia. Todos nos comimos la cena en silencio. Nadie te reconfortó. Nadie te dijo que te dejaras de ridiculeces y que cogieras un plato en condiciones. Nadie te dijo que ya eras querida y lo suficientemente buena. Tus logros y tu valía -como profesora de niños con necesidades especiales y como dedicada madre de tres hijos- palidecieron insignificantes comparados con los centímetros que no podías perder de la cintura.

    Me rompió el corazón presenciar tu desesperación y siento no haber salido en tu defensa. Ya había aprendido que era tu culpa que fueras gorda. Incluso había oído a Papá describir el perder peso como un proceso “simple” – pero al que tú no te podías enfrentar.  La lección: no te merecías la comida y ciertamente no te merecías ninguna compasión.

    Pero estaba equivocada, Mamá. Ahora entiendo lo que es crecer en una sociedad que le dice a las mujeres que su belleza es lo más importante y que al mismo tiempo define un estándar de belleza que  está completamente fuera de nuestro alcance. También conozco el dolor de interiorizar estos mensajes. Nos hemos convertido en nuestras propias carceleras y nos infligimos nuestros propios castigos por fracasar dando la talla. Nadie es tan cruel con nosotras como nosotras mismas.

    Pero esta locura tiene que terminar, Mamá. Termina para ti, termina para mí y termina ahora. Nos merecemos algo mejor –mejor que arruinar nuestros días con malos pensamientos sobre nuestro cuerpo, deseando ser de otra manera.

    Y ya no es sólo sobre ti y sobre mí. Es también sobre Violet. Tu nieta sólo tiene tres años y no quiero que el odio hacia su cuerpo eche raíces dentro de ella y estrangule su felicidad, su confianza y su potencial. No quiero que Violet crea que su belleza es su valor más importante; que definirá su mérito en el mundo. Cuando Violet nos mira, aprende cómo ser una mujer y necesitamos ser los mejores modelos que podamos. Necesitamos enseñarle con nuestras palabras y nuestras acciones que las mujeres son lo bastante buenas tal y como son. Y para que nos crea, nos lo tenemos que creer nosotras.

    Cuanto más mayores nos hacemos, más personas queridas perdemos por accidentes o enfermedades. Su fallecimiento siempre es trágico y demasiado temprano. A veces pienso en lo que esos amigos –y la gente que les quiere- darían por tener más tiempo en un cuerpo sano. Un cuerpo que les permitiera vivir un poco más. El tamaño de los muslos de ese cuerpo o las arrugas en su cara no importarían. Estaría vivo y, por lo tanto, sería perfecto.

    Tu cuerpo es perfecto también. Te permite desarmar a una habitación entera con tu sonrisa y contagiar a cualquiera con tus carcajadas. Te da brazos para arropar a Violet y estrujarla hasta que se ríe. Cada momento que pasamos preocupándonos por nuestros “defectos” físicos es un momento desperdiciado, un preciado pedazo de vida que nunca volverá.

    Permitámonos honrar y respetar nuestros cuerpos por lo que hacen en lugar de despreciarlos por su apariencia. Centrémonos en llevar una vida activa y saludable, dejemos a nuestro peso caer hasta donde deba, y enterremos nuestro odio al cuerpo en el pasado, adonde pertenece. Cuando miraba aquella foto tuya con el bañador blanco un montón de años atrás, mis inocentes ojos jóvenes veían la verdad. Veían amor incondicional, belleza y sabiduría. Veía a mi Mamá.

    Con amor,

    Kasey.

     

    Autora: Kasey Edwards (@KaseyEdwards). Escritora y columnista.

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