Soy abuela desde hace casi dos años. La noticia de la llegada de mi primer nieto fue sorpresiva, todavía recuerdo a mi hija una noche en que insistía en adelantarme mi regalo de cumpleaños, faltaban pocos días para el 24 de setiembre, y yo sin embargo, sin percatarme del notición que se venía, le decía que no fuera aguafiestas y que esperara hasta esa fecha.
A pesar de mi insistencia, en un momento dado deslizó hasta mis manos un pequeño sobre, que para mi sorpresa contenía su primera ecografía. Mi corazón dio un vuelco, una sensación que nacía en mis entrañas, inexplicable, se precipitó en abrazos, lágrimas y mil emociones.
Ella, entre asustada y feliz, celebraba con toda la familia, lo que hacía tiempo, yo en particular, estaba esperando; convertirme en abuela.
Convengamos que no soy probablemente una abuela convencional, o al menos, no tengo el estereotipo de esa abuelita retratada en los cuentos, de pelito blanco y andar pausado.
Pero soy una de tantas mujeres que hoy somos abuelas, con mucho orgullo, todavía en una etapa de intensa actividad, pero cumpliendo, o haciendo al menos el esfuerzo de cumplir con ese rol insustituible de las abuelas.
Rol que no es otro, que el de transmitir el sentido de pertenencia e identidad.
Rol que tiene que ver con agregar dosis enormes de afecto, sonrisas, paciencia, en esa construcción de lo que me gusta llamar “El colchoncito emocional” que tantas veces les protegerá, les guiará, que les ayudará a levantarse una y otra vez. Que no va a evitar que se equivoquen, pero que les dará herramientas para volver a empezar. Colchoncito que está hecho de recuerdos, de esos momentos que sólo las abuelas saben entregar.
Tuve una infancia feliz, con dos abuelas maravillosas, que llenaron mi universo de juegos, ricas comidas, paseos inolvidables, música, jornadas de pesca frente al río, entre tantas cosas lindas que me encienden hasta hoy. Dicen que los chicos que tienen abuelos están mucho más cerca de la felicidad. Eso me permitió en la vida atravesar todo tipo de tempestades, caerme y volverme a levantar.
Mis hijas también vivieron una infancia de abuelos cálidos, ocurrentes, mimosos, protectores, con canciones y libros antes de ir a la cama, con infinito afecto.
Este fue el camino que me mostraron, el que en medio del trabajo y las obligaciones cotidianas quiero continuar. Que el día de mañana, cuando ya no esté a su lado, tenga algo que recordar, algo que pueda volver a pasar por su corazón.
Y acá estoy, esperando que llegue, finalmente no fui al concierto de The Killers, hubo cambio de planes, me quedé a disfrutar de los paseos que vamos a dar por el patio, chutando al goi (no dice gol todavía) y alimentando a los pío pío. Es el ciclo de la vida, y ahora hay alguien que va a prolongar la mía.
Sonó el timbre…
¡¡¡Ya yaaaaa!!!